Te llamo y te pregunto que cómo te ha ido. Me respondes qué cómo quiero que vaya, que muy mal, que no sabes si serás capaz de aguantar todo esto.
Me cuentas que hoy has estado a punto de salir corriendo, que dudas sobre si este calvario va a servir para algo. Que si te vas a morir, cuanto antes mejor.
A mi, entonces, se me cierra el estómago. Pienso en lo fácil que sería opinar, tratar de darte ánimos, engañarte quizás. Pero sólo se me ocurre decir que sí, que llevas razón. Que vas a morirte, igual que vamos a morirnos todos.
Me despido convenciéndote de que mañana va a ir mucho mejor porque en la vida, al final, todo es cuestión de irse acostumbrando.
Cuelgo el teléfono. No sé qué hacer ni hacia dónde ir. Trato de recordar si, antes de todo esto, alguna vez fuimos capaces de ser felices.
Siempre se es capaz de alcanzar la felicidad, pero nos lo impide nuestra inconsciencia, esa ceguera de la rutina que nos devasta. Lo descubrimos tarde, en situaciones como esta. Abrazos, siempre
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